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me costó bastante tiempo aceptar mis propias disculpas. fueron varias tardes buscando lo que creía que me faltaba en el silencio del sol sobre mi piel.
y me quemaba un montón. me mordía los labios hasta sangrar antes de aceptar colgarme al cuello algo que no fuera el peso de la responsabilidad por la explosión que me había dejado en pedazos. no podía hablarme en otro tono que no fuera alto y distorsionado, repitiendo el mismo discurso en loop como si nunca hubiese conocido otras palabras.

sabés que todo esto es culpa tuya. vos y tu puta manía de arruinar absolutamente todo lo que tenés entre tus manos. no te das cuenta de que sos una carga para todo el mundo.

por qué no hacés las cosas bien de una vez.

y hubo días en los que un remolino interior apenas me dejaba escuchar nada más que la música que salía de los auriculares. razón por la cual reproducía canciones ruidosas que sonaran más fuerte que todo lo demás. solo quería descansar. quería dejar de sentir que cada minuto del día el corazón me dolía como una herida que no termina de cerrarse porque estás ahí constantemente sacandote la cascarita. acordandote de cosas que ya no sirve revivir.
tuve que verme caminar al borde de un acantilado, amenazándome con saltar al vacío, con los sentidos ahogados y los pulmones repletos de agua para despertarme y ver aterrada la vida queriendo escurrirse de la punta de mis dedos. casi no me reconocía.

fue entonces cuando cuando decidí comenzar a escuchar mi voz. 

leí en alguna parte de internet que a muches les gusta escribir porque es una manera de perdonarse y me incluyo. escribir me dio la fuerza para hablarme con el amor que merezco y para entender que no puedo quedarme en lugares en los que la voz de alguien más me lo impida. 
sentir que el poder empezaba a correr por mis venas y me cosquilleaba en las palmas de las manos fue una de las sensaciones más gratificantes en mucho tiempo. algo dentro de mí se había roto para liberar esa chispa que pensé que había perdido, pero que siempre había estado dentro, escondida. 
y no solo me perdoné por haberme ido tan lejos, sino que aprendí algo mucho más importante: nunca me fui del todo y no tenía por qué seguir pidiéndome perdón.

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