Qué lindo
que es tener diecisiete, pero qué terrible el frío ¿sabés?. Sí, el frío, ese
que te recorre la espalda cuando te das cuenta de que cuanto más disfrutes más
rápido se te escurre cada segundo y que cada canción que cantas a los gritos se
va a volver un punto
chiquito y
distante en una adolescencia todavía más chiquita y distante.
Cuando tenía
diecisiete sabía qué quería y a dónde tenía que ir. Podía beberme los
amaneceres en un vaso y, aún así, permanecer sobria el resto del día. Aprendí
muy bien a querer a gente que nunca me iba a querer de la misma manera, y lo
hice tan bien que me costó tirar el manual que llevaba constantemente en el
bolsillo a la basura. Por suerte, también encontré la manera de querer todavía
más a personas que sí me abrazaban con la mirada y me cobijaban en una risa.
Tener
diecisiete fue la apertura de un paréntesis a mi existencia hipócrita sin saber
que este nunca iba a cerrarse. Fue un espacio donde fluyeron las canciones y la
poesía tímida que no estaba segura de serlo propiamente. Fue una pisada fuerte
en una sala vacía: impertinente, valiente, instantánea y con poco sentido.
Comerse al mundo supo casi casi tan dulce como la cantidad de pico dulces que
saboree esperando a bailar con las zapatillas bien puestas.
Es que
bailar a los diecisiete si no era con las zapatillas bien puestas, el corazón
roto y la poesía en los labios nunca hubiera sido bailar. Y, en cierto modo,
los diecisiete casi que podrían ser esa canción que escuché hasta el hartazgo y
que, luego de olvidarla en uno de los tantos estantes que mi corazón tiene,
vuelvo a encontrarla para desempolvarla y ponerla en bucle bajito y a
escondidas hasta quedarme dormida.
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