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Condicional simple



  En un día como hoy, así de ventoso y soleado con el cielo decorado por nubes de una blancura impoluta, como me gusta a mí, mando ese mensaje que siempre pensé mandar. Lo invito a salir y, sorpresivamente, me dice que sí con entusiasmo.
Nos reunimos en un café de esos chiquitos y en calles vacías a los que casi nadie va, pues tengo la teoría de que más de la mitad de ellos fueron inaugurados para ocasiones como esta, para ser el lugar especial de varios.
  En el camino de ida me tomo el micro con manos que no saben hacer más que sudar y temblar como un par de gelatinas; tanto que casi se me cae la sube cuando la apoyo en el lector. Viajo sentada mirando a través de la ventana intentando hilar alguno de los pensamientos que se me escapan como harina por el agujero de un costal. Fracaso todas las veces, no soy capaz de pensar con claridad en este torbellino mental que va cada vez más rápido.
  Miro el reloj repetidas veces, demasiadas. Más de lo que recuerdo haberlo chequeado, seguramente. Soy un manojo de nervios, no puedo sentarme apropiadamente en el asiento; estoy en el borde, como si en cualquier momento tuviera que saltar hacia la puerta para no pasarme de parada.
  Cuando, finalmente, toco el timbre para bajarme una sensación aterradora me asalta; tengo miedo de hacer las cosas mal; me bloqueo y, por una milésima de segundo, estoy por tomar la decisión de no ir. Afortunadamente, mi corazón toma las riendas del carruaje que a mi cerebro se le ha descontrolado y me reprende “si es lo que querés hace tanto ¿por qué habrías de temer hacerlo ahora?”. Y es que temo que el hecho de no tener armas escondidas ni artilugios brillantes haga que se desilusione por la persona que soy. “Es que ya nos conocemos” le respondo acongojada a mi corazón.
  Por un momento caigo en la cuenta de que voy a estar ahí sola; voy a ser presa de su mirada curiosa. Otro revoltijo en el estómago me asalta.
  Sin embargo, cuando voy acercándome al lugar y noto que está en la puerta buscándome con la vista entre la gente el alma se me cae a los pies; el corazón me late tan rápido y fuerte que temo que lo escuche desde donde está. Intento aminorar el paso para no trastabillar.
  Me acerco a saludar y me recibe su mirada café, que nunca tuvo un brillo que le quedara tan bien como hoy; y la sonrisa que lleva puesta ganaría el primer premio en un concurso en el que mi corazón fuera el jurado. Nos saludamos y entramos al lugar.
  Durante toda la tarde no hacemos más que reír de los chistes que el otro hace; las carcajadas son más naturales de lo que esperaba y a cada minuto que pasa la vergüenza de ambos es más inexistente. Los momentos de silencio los llenamos mirando al otro con cariño cuando se distrae.
  Por un rato digo las cosas indicadas en el momento acertado; dejo de preocuparme por como me río y si me despeino cuando gesticulo de más. Luzco la versión más linda de mí que vi hasta ahora. Soy todo sonrisas y brillo en la mirada.
  Él nunca estuvo mejor; me tiene encantada sin siquiera intentarlo. Escucha detenidamente lo que digo y se ríe de mis bromas a pesar de que son terribles.
  Me cuenta cosas que ya sabía, pero respondo como si fuera la primera vez que las oigo; y otras que nunca le escuché decir. Cuando relata algo gracioso se muerde el labio inferior y cada vez que se sorprende levanta las cejas de manera exagerada.
  Pasan tres horas y el sol se escurre para dar paso a las luces de la calle. Miramos el reloj, el tiempo se nos escapó y ambos sentimos que no transcurrió más de un rato. Pedimos la cuenta y salimos.
  Se ofrece a acompañarme hasta la parada, a pesar de que le queda a dos cuadras, y no puedo hacer otra cosa que decirle que sí. En el camino seguimos conversando y le presto mi bufanda porque tiene frío en el cuello, no sin antes ofrecérsela cuatro veces.
  El micro al que siempre tengo que esperar por lo menos diez minutos se ríe en mi cara al llegar a destino en el mismo momento que nosotros. Le doy las gracias atropelladamente y me devuelve mi bufanda; sin esperar más le doy un beso en la mejilla, demorándome una milésima de segundo más de lo que el tiempo me permitía a propósito, y me acerco a la puerta del colectivo.
  Una vez arriba, suspiro cuando huelo su perfume mientras me coloco la bufanda en el cuello y, parada en el pasillo, miro por la ventana esperando a que el vehículo arranque. Sigue ahí, encogido por el frío, y me saluda con la mano al mismo tiempo que comienzo a alejarme lentamente de él. Un cosquilleo lindísimo me recorre todo el cuerpo y una sonrisa enorme me atraviesa el rostro.
  No recuerdo el camino a casa y vuelvo a mí cuando estoy abriendo la puerta para entrar.

  Tipeo la idea rápidamente en mi teléfono antes de que se desvanezca y la releo extrañada. El tiempo verbal está mal, debería usar el condicional simple en lugar del presente simple. Googleo la explicación del tiempo para ver si estoy equivocada, el navegador me responde: “El condicional simple se utiliza para acciones pasadas que podían haberse producido con mucha probabilidad, así como para pedir cosas educadamente o expresar deseos”.
  Repito la primera línea de la definición en mi mente con tristeza y comienzo a transcribir todo de nuevo.
 

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