OPIA: es el nombre dado a la intensa sensación de una invasiva energía que sentimos cuando participamos de un mutuo contacto visual con alguien más.Y ella era la reina de quedarse mirando. Disfrutaba de recorrer con la vista a los demás sin malicia, con la curiosidad de un niño pequeño y la intensidad con la que alguien lo haría si estuviera a escondidas.
Es que solía pasar desapercibida. Entonces, revolcándose en su propia invisibilidad, convertía a cualquier individuo digno de su atención en un festín para sus ojos. Repasaba varias veces cada gesto y postura; cada lunar y cada cabello.
Tan experta se había vuelto en el campo que casi nunca cruzaba miradas con alguien por más de una milésima de segundo. Y, cuando lo hacía, optaba por mirar hacia otra parte solo con tal de no ser descubierta.
Ella formaba parte de ese reducido grupo de seres en el mundo que miraba por el simple placer de hacerlo. No la movía ningún interés particular, no buscaba conseguir ningún tipo de atención. Y nunca lo exteriorizaba con nadie.
Sin embargo, en una ocasión otro observador se cruzó en su camino. Y, como a todo individuo discreto que actúa a escondidas, ella no lo reconoció como par. Así fueron transcurriendo entonces las horas en las que las paredes y las lámparas, como testigos burlones, observaban a ambos jóvenes en acción.
El bar estaba repleto y aún así él no podía dejar de ver las chipas que volaban cada vez que ella reía; o de notar cómo se pasaba las manos por el cabello. La miraba cuando tipeaba concentrada en su celular y prestaba especial atención en cada oportunidad en la cual tomaba la palabra.
Ella, por su parte, lo observaba hacer gestos con las manos mientras conversaba con su amiga. Y, por vergüenza, casi ni se atrevía a buscarlo con la vista por el lugar, temerosa de que él lo notara.
Fue de esta manera que en repetidas ocasiones ambos chicos sorprendieron al otro echándole una pispeada. Mantuvieron entonces la conexión, desafiantes, por un tiempo menor al que toma pestañear.
Pero el vínculo ya había sido establecido, no había forma de que alguno se echara atrás. Repitieron la escena por gusto dos o tres veces más a lo largo de la velada, gozando del espacio que le ofrecían los ojos del otro.
Cuando la noche tocó su fin, se saludaron dedicándose una última mirada en la que una energía e intención especiales hacían acto de presencia para hacerle compañía al monótono "chau" que se dijeron mutuamente.
Un par de días más tarde, en una ocasión en la que la vida y el destino se juntaron para hacer de las suyas, ella caminaba por un pasillo tranquilamente cuando, al dar vuelta en una esquina, tropezó con esa mirada que ya conocía su secreto.
El sonrío y se saludaron. Entonces los ojos que la observaban desenfundaron una voz que preguntó, animadamente, "Che ¿algún día querés ir a tomar algo?".
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