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Una ola.

Una ola. Una laguna. Una sábana blanca me cubrió la concentración. Se vió alterado el normal funcionamiento de la sinapsis de mis neuronas.
Me alelé. Me atonté. Mis pensamientos y posibles respuestas a tus comentarios decidieron irse de paseo por el mar de tus ojos café en cuanto me dispuse a dejarlos salir por mi boca.
Nada más existió. Te escuché atentamente y contesté cuando podía. Cuando tu mirada insistente me lo permitía. Cuando me atrevía a bajar la mirada.
Un cosquilleo en el estómago. Te miro sin pestañear, no me quiero perder un detalle tuyo. Me devolvés la mirada, desafiante.
Me preguntás si estoy bien en un tono que suena más dulce que cualquier canción de cuna que escuché alguna vez. Bromeo. Cómo no voy a estar bien, si estás vos.
Una ola. Sonreís y me abrazas. Me paralizo por un segundo. Nunca sé cómo corresponder a los abrazos que me toman por sorpresa. Boluda, me reprende mi cerebro, que se cree que la atolondrada de mí llega tarde a todos lados.
Una ola. Me arrastraste, compraste y tomaste por sorpresa. Tragué agua como una campeona, pero por suerte aprendí a nadar aunque, a veces, me deje llevar un poquito por diversión.


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